Saturday, August 15, 2009

El Hato de Barajagua y los Juanes

Dicen que los tres Juanes salieron una mañana de mar buena del Hato de Barajagua a buscar sal. Los sorprendió una tormenta. Sobre las olas de la Bahía de Nipe vieron venir algo blanco, refulgente, flotando sobre una tabla. Era la Virgen de la Caridad. Los tres humildes pescadores luchaban por la vida en medio de la tormenta y aquella aparición de blancura casi iridiscente les llenó el corazón de esperanza, esa cálida sustancia que hace a los hombres invencibles. Los tres regresaron vivos y contaron su verdad.

Yo conozco la historia de otros tres Juanes. Juan, el mayor, tiene 80 años. Una mañana salió de su humilde casa del Cerro. Llevaba una caja bien envuelta. A medio camino lo sorprendió otra tormenta... Lo detuvo la policía. Abrieron la caja. Había hojas, tinta y una pequeña imprenta. Las hojas estaban en blanco. Lo conminaron a declarar qué iba a escribir en esas hojas. Nunca lo dijo. Eso era algo terriblemente peligroso… Las hojas en blanco son demasiado impredecibles, demasiado libres… Lo condenaron a 20 años. Durante ese tiempo murió su hijo. No pudo ir a su entierro. Luego su mujer lo dejó por otro. Un buen día lo visitó el jefe de la cárcel y le dio a escoger: o terminas de cumplir la condena o te vas para los Estados Unidos. A esas alturas a Juan ya le faltaban casi todos los dientes, padecía de los riñones y se asustaba de su propia voz. Llegó a Miami en un yate repleto de extraños que zarpó del Mariel. Hoy vive sólo en un lugar impronunciable y vende las latas de refrescos vacías para poder subsistir. Todavía no le ha dicho a nadie qué iba a escribir en aquellas hojas en blanco… Tanta tormenta no lo deja recordar las palabras exactas… pero sí sabe que hubiera muerto por ellas porque eran su verdad.

El otro Juan ya no tiene edad. Tocaba guitarra de oído y componía canciones donde narraba con humor las carencias cotidianas de su generación. Los jóvenes se agrupaban a su alrededor en el parque y aplaudían y coreaban sus cantatas. Ese Juan tenía el talento de convertir la tristeza en sonrisa. Pero sus canciones hacían pensar. Y en Hato de Barajagua no se puede pensar. Sólo se debe repetir. Lo citaron a la estación de policía y lo amenazaron con la cárcel si no dejaba de cantar sus canciones subversivas. Pero él siguió cantando y la amenaza se hizo realidad. Cuando salió de la cárcel se subió a una cámara de camión con su guitarra envuelta en un hule blanco y se hizo a la mar. Lo sorprendió una tormenta. Lo venció el cansancio. O quizás lo atacó una jauría de tiburones hambrientos. No se sabe. Nunca llegó. Sólo su guitarra, envuelta en el hule blanco, llegó flotando a la orilla ajena donde este Juan se inventó la esperanza de cantar su verdad.

El tercer Juan es famoso. Quiere ofrecer un concierto blanco. Quiere que la gente disfrute su música. No le interesa nada más. Va al mismo Hato de Barajagua donde tantos otros Juanes que conozco sobreviven bajo los incesantes ojos de los mismos policías. Unos Juanes tristes que me duelen porque todavía esperan. No por los Juanes egoístas que prefieren obviar y callar, por esos Juanes que hacen coro con los responsables y proponen la paz con los verdugos, sino por los Juanes que los respeten como personas y respeten su derecho a la libertad. Libertad para soñar y para escoger a quienes quieren escuchar y a quienes no quieren aplaudir. Yo también espero por ese Juanes solidario que respete mi derecho a recuperar mi orgullo y la sombra de mi árbol en Hato de Barajagua. Yo también quiero regresar viva de la tormenta para contar mi verdad.

Wednesday, July 29, 2009

El misterio del retrato

Parecía un día como otro cualquiera pero al atardecer, cuando un gorrión se estrelló contra el cristal de mi ventana, supe que la tragedia me rondaba… Luego sonó el timbre del teléfono. Sonó distinto, como más grave. Traía el anuncio de la muerte.

Dicen que estaba jugando una partida de dominó; ese juego de fichas blanquinegras, palabras incandescentes y risotadas de manantial que tanto le gustaba. Con la humilde majestuosidad que siempre lo caracterizó, apartó la data y bajó la cabeza. Eso fue todo. En un instante, su corazón de algodón de azúcar se quebró en mil pedazos y sus partículas de colores ascendieron en todas direcciones hacia el infinito, haciendo más bonita la noche. Eso fue allá en Cojímar, debajo de su entrañable framboyán...

Yo estaba aquí en Miami. Apenas estrenaba mis primeros insomnios sin estrellas… Nunca más volvería a verlo. Ni tan siquiera tenía conmigo una foto suya, por las prisas y los silencios de mi partida clandestina. El dolor lacerante de un velorio por dentro, ese castigo indecible que es llorar desde lejos, me apagó las palabras. Luego el sol dejó de amanecer y el mar se marchó en silencio. Entonces yo también me fui… Detrás quedó mi cuerpo vacío…

Pero la vida sigue y se impone y no hay otra opción que vivirla. La mente se las ingenia ante lo inevitable y distrae lo absurdo para hacerlo todo más llevadero. Me aferré a su última imagen. Una madrugada descubrí con horror que a pesar de mis esfuerzos se me estaba desdibujando. Entonces decidí pintarlo con palabras…

La sonrisa de aurora y girasoles

y de palomas de esperanza

en la mirada todo el horizonte

semillas de miel en las palabras

Sobre la blanca espuma de las canas

vuelan gaviotas y salta el pez espada

en la arruga más profunda en la frente

giran mil mundos vividos y una lámpara

Eres el árbol que siempre florece

el sinsonte de todas mis mañanas

la última luz violeta de la tarde

la tibia ausencia que siempre me acompaña…

El anón dulce donde duerme la abeja

el sitio exacto donde habita la magia

ese instante feliz que se agiganta

en el salitre de las horas amargas

Y en las noches, la estrella que más brille

hasta el fin de los tiempos

brisa y ráfaga…

Cuando terminé, doblé cuidadosamente la hoja y la coloqué sobre mi pecho. Parecía una mariposa, respirando con mi respiración. No recuerdo cuando me quedé dormida. Me despertó la luminosa fosforescencia de su ropa. Venía vestido de sueño.

De pronto estábamos surcando el universo. Traspasamos varios umbrales azules hasta que perdimos de vista toda la oscuridad. Entonces llegamos a un sitio fabuloso. Allí estaba, guardada con esmero, toda la risa con que amasó mi infancia. También el roce inolvidable de sus manos, aliviando mis travesuras o enjugando las lágrimas de mis amores extraviados… Dentro de una campana de cristal estaba la irrepetible tibieza de sus abrazos… Esos abrazos mágicos con los que conjuraba la tristeza y hacía volar en círculo a los gorriones... Todo estaba allí… Nada se había perdido.

Justo antes del amanecer, hicimos el viaje de regreso. La despedida era inminente. Me dio un beso y antes de escurrirse por una compuerta secreta, me fabricó una esperanza, como tantas con las que siempre me protegió hasta de lo inevitable:

“Volveré cuando tú quieras…”

Me quedé acostada, muy quieta, con su inconfundible olor a guayabas maduras fermentándome la alegría… Había estado allí… No su cuerpo ni su alma sino aquella sustancia invisible, aquel chasquido breve e intenso que flotaba entre los dos cuando estábamos cerca… Ese tibio relámpago que nos llenaba el corazón de chispas cada vez que nos mirábamos...

¿Y si no era cierto…? ¿Y si todo no había sido más que mi imaginación? Sentí miedo… Un miedo helado. No podía volver a perderlo… Abrí los ojos lentamente. El sol había regresado a mi ventana. Su primer rayo me amaneció en la sonrisa. Ya no tuve dudas.

Mi padre y yo habíamos triunfado sobre la muerte y las distancias. Y algunas noches frías repito el misterio de su retrato…